22 de junio de 2011

Escritos del tiempo que fue (V)

A lo lejos se divisaba un ventanuco cubierto de geranios de todos los colores del arcoiris. Aquellos geranios eran muy peculiares: los rojos olían a fresa, los naranjas a cosquillas agridulces, los amarillos a bergamota, los verdes a prado recién cortado, los azules a brisa de la mañana, los añiles a madreselva y los violetas a romero. Todos tenían unas grandes hojas de color verde oscuro. Por el tiesto correteaba una alegre hormiga. Aquel ventanuco misterioso pertenecía a una casita encalada. Sus cristales eran esmerilados, lo cual impedía divisar lo que había dentro, pero nosotros no tenemos más que seguir leyendo para saberlo.

En la habitación donde estaba el ventanuco, un brujo paseaba de aquí para allá. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de estanterías plagadas de probetas, alambiques, tubos de ensayo, ingredientes raros para pociones... y libros, muchos libros, muchísimos. La habitación era oscura y en una chimenea ardía un extraño fuego al que el brujo echaba pólvora de vez en cuando.

Por todos los rincones había hierro e inscripciones con soles, lunas y astros. Aquel brujo era un alquimista que intentaba convertir el hierro en oro. Poseía algo muy poco común. Al buscar en sus libros, encontró la respuesta. Era una piedra filosofal, color rojo sangre y con poderes para convertir el hierro en oro. El alquimista de puso contentísimo y vivió muchos años. A lo mejor todavía sigue vivo, porque desde el ventanuco se oye crepitar un fuego misterioso y, de vez en cuando, el sonido de la pólvora...

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