Atardece en la ciudad del saber. Por la ventana de mi cuarto entra una luz verde como de bosque. A mi lado hay una gran libélula sin nombre que alumbra cuando quiere y un farol que nunca alumbra. Hay papeles, muchos papeles, que hablan sobre moléculas, genes, enzimas y medicamentos.
Los libros son siempre diferentes, aunque algunos sean ya viejos. Hay de todo un poco, desde guías de Bélgica, Inglaterra y Escocia hasta las consabidas Claves para la determinación de plantas vasculares. Y digo consabidas porque a los boticarios nos traen recuerdos de esos (largos) ratos de estudio para el examen práctico de Botánica. Y si lo aprobabas, luego venía el oral. Buf.
Estábamos hablando de los libros. Me gusta leer a los autores británicos en su idioma original. Mola mucho más. Por eso, se pueden encontrar por la estantería casi todos los libros de Harry Potter en inglés, alguno de Sherlock Holmes, Jane Eyre, Alicia en el país de las maravillas o El hobbit. Que no se asuste el lector: libros en español no faltan, ni tampoco el Vademecum y demás. Incluso tuve un herbario hasta el otro día. Pero, como dice sabiamente Michael Ende, ésa es otra historia y será contada en otra ocasión. Tal vez no. Quién sabe.
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